Él  era un hombre no muy carnoso, algo calvo y alto, inteligente,    demasiado raro. Siempre vestía de camisas blancas y corbatas negras, en    sus pies llevaba zapatos, que por cierto estaban lustrados de por    demás. Amante de su trabajo, le encanta dibujar, detestaba a los niños y    apreciaba a sus amigos, sus únicos familiares. Vivía en una casa    antigua, que su madre le había dejado, ésta había fallecido tres años    atrás. El lugar era polvoroso, compartía la casa con fantasmas que ni él    conocía, les hablaban, y no los escuchaba.
Era  una tarde calmada,  el invierno había llegado hacía sólo tres  semanas.  Este hombre,  llamado Constancio, se encontraba ubicado al  lado de su  estufa de leña,  abrigándose hasta las pestañas, sentado en  un sillón,  hecho de forma  artesanal, de color granate y cómodo.  Inefable era la  vista que tenía  desde su ventana, el mar infinito, y   esas gotas grises  de lluvia que  caían, hacían más bello el  paisaje. Ahí estaba él, tan  placentero,  sentía que miraba el alba  desde una montaña. Leía a su  ídolo, al  sobresaliente Sigmund Freud; y  mientras leía, pensaba.
Se  escuchó  el timbre una sola vez, y tres golpes en la puerta. Sólo  miró  por la  ventana, estaba atemorizado. Era su amigo, Fabio, éste  vestía de  manera  intelectual, era morocho, de cabello no tan largo y  de ojos  sumisos. Lo  buscaba a Constancio, necesitaba hablar con él.  Fabio  acostumbraba  escuchar los consejos de su amigo. Éste temblaba,  no del  frío, del miedo  que sentía. Constancio lo invitó a tomar té  caliente.  Mientras  saboreaban unas ricas galletas de maíz y bebían  aquel dulce  té, parlaban  entre ellos:
Fabio: -Oh, querido amigo, mi esposa ha querido dejarme.
Constancio: -No me lo habría imaginado.
Fabio: -Necesito tu apoyo, y tus consejos. ¿Qué me recomiendas hacer?
Constancio: -Lo mejor es pensar, hazlo una y otra vez, ¿por qué quiso abandonarte aquella sinvergüenza?
Fabio: -Ella tiene un amante, lo sé, me engaña con algún otro hombre sin vida.
Constancio: -Varias veces me han dicho eso, por favor, no lo digas más.
Fabio: -Si así me lo pides, no volveré a hacerlo.
Constancio: -Y cuéntame, ¿qué ha sucedido? ¿cómo es que ella te engaña?
Fabio: -Leí una carta que él le ha mandado, pero ella todavía no lo sabe.
Constancio: -¿Estás seguro?
Fabio: -¡Pues claro, compañero!
Constancio: ¡Y ya! ¿dejó su nombre?
Fabio: -No, pero tenía su perfume aquella carta.
Constancio: -¿Era dulce?
Fabio: -No más que el de ella.
Constancio: -¿Y qué piensas hacer?
Fabio: -Ha eso he venido, a rogarte ayuda.
Constancio: -Sabes que jamás me he enamorado, no sé qué es el amor.
Fabio: -Lo sé, pero necesito tu ayuda. Eres el único que me conoce.
Constancio: -También está tu mujer, y ahí ves, te ha engañado.
Fabio: -Sí, es triste.
(Silencio. Sólo silencio, momento incómodo para ambos. Piensan)
Constancio: -¿Qué tal si vas a buscarla a su trabajo?
Fabio: -Me parece buena idea. Ya vuelvo.
(Sale corriendo éste último, atolondrado como ninguno)
Constancio se para, se pone su abrigo y sale.
(Habla   solo) Constancio: -¿¡Cuándo conoceré el amor, mi querido  señor!?...   ¿moriré así de triste, sin haberme acostado con alguna  hermosa mujer a   la que ame?  Mi vida no fue para nada mágica, y aquí  estoy, tan solo,   tan pobre de amor, sin haber derramado mi poesía en  el cuerpo de alguna   fémina. Sin haber puesto mi semilla en ésta  última. Moriré así, en   aquella casa abandonada, que jamás le he dado  cariño, siempre estuvo   cubierta de telarañas.
Comenzó  a caminar por la arena, estaba  apenado. Demasiado triste.  Sus lágrimas  acompañaban a la lluvia. A lo  lejos se escucha un grito,  alguien lo  llama. Era una joven, de suave  voz, de lindos ojos.
Joven: -Constancio, ¿cómo es que has estado?
Constancio: -Bien, querida, bien. ¿Y tú? ¿qué te ha traído a aquí?
Joven: -He salido del taller de costuras, menos mal, ya no tenía ganas de seguir cosiendo botones en sacos negros.
Constancio: -Me alegro.
Joven: -Te veo mohíno.
Constancio: -Es que (tose) me he dado cuenta de lo poco que me he querido.
Joven: -¡Oh, cariño! No estés mal, aquí tienes a una persona que verdaderamente te ama.
Constancio: -Pero yo no, discúlpame, ni a ti te amo. ¡Ay Dios! ¡¿Por qué hay tanto egoísmo dentro mío?!
Joven: -No es egoísmo, querido, si tú no me amas, lo aceptaré, yo de hecho lo seguiré haciendo.
Constancio: -No te conozco, jovencita, sólo hace unos días que hemos estado viéndonos. No sé nada de tu vida, no sé nada de ti.
Joven: -No tienes porqué saberlo.
Constancio: -¿Cómo qué no, muchacha? dices que me amas y no quieres contarme nada de ti.
Joven: -Quizá en algunas semanas te cuente algo sobre mí.
Constancio: -Espero que así sea, muchachita.
Joven: -Así será, confía en mí. Debo irme. Cuídate, por favor.
Constancio: -Igual tú.
(Joven besa a Constancio forzándolo)
Una hora después, Constancio estuvo mirando el mar todo éste tiempo. Se acerca Fabio.
Fabio: -Constancio, te he estado buscando.
Constancio: -He estado aquí desde que tú te has ido de mi casa.
Fabio: -No la he encontrado a mi mujer.
Constancio: -Quizás no fue a su trabajo.
Fabio: -Tal vez.
Constancio: -Vayamos a mi casa, comamos algo de arroz con bogavante.
Fabio: -Me encantaría.
Llegan   a su casa, cocinan, se sientan y cenan. Hablan, debaten,  sobre todo de   la vida. Cuando terminan, Fabio se retira de la casa de  su amigo, lo   saluda como a un hermano, y le da las gracias. Al día  siguiente se   encuentran en el trabajo, pasan cuatro horas juntos allí.  Cada uno se va   a su hogar.
Cuando  Constancio llega a su morada, se baña con agua  caliente y  evaporada.  Se prepara la comida, y come abandonado, ya que  era el  único que  habitaba ésta casa. Se cambia, y se sienta al lado de  su  estufa a leña.  Lee a Sigmund Freud, comiendo una porción de torta que   él mismo había  preparado hacía dos días. Golpean dos veces la puerta,   era Fabio, su  amigo. En éste momento hablan, Fabio estaba acelerado,   enloquecido.
Constancio: -¡¿Qué te sucede?!
Fabio:   -Necesito que me acompañes al mar, acompáñame, si no lo  haces me   suicidaré. Tengo en la orilla mi bote de madera, aquel de  color celeste   que tu madre me regaló quién sabe cuándo.
Constancio: -Está bien, ¡pero no enloquezcas!
Se abrigan y van hacia el bote, se suben. Reman, llegan muy lejos de la orilla. Hacía frío, demasiado.
Fabio: -¿Por qué me hiciste ello? ¿por qué?
Constancio: -¿Qué he hecho? ¿qué hice? Dios, ayúdame.
Fabio: -¡Tú! (señalándolo), tú eres el amante de mi mujer.
Constancio: -¡Pero qué dices! Dios me deje ciego si eso fuera cierto. Jamás haría tal cosa, Fabio, querido Fabio.
Fabio: -Te he descubierto. Tu perfume es el de la carta.
Constancio: -No me digas que ella es tu esposa.
Fabio: -¡Sí, lo es! ¿acaso no lo sabías?
Constancio: -No sé nada sobre ella, nunca quiso contarme algo suyo.
Fabio: -Así que eras tú, mi mejor amigo. No puedo creerlo, te he querido tanto.
Constancio: -Pero lo siento mucho, no sabía que ella era tu mujer.
Fabio: -Lo siento, amigo, pero tendré que matarte.
Fabio   saca un arma, y le apunta la cabeza. Todo queda en silencio.  En aquel   momento el único que hablaba era el furioso mar, que tan  alterado   estaba.
Constancio: -No puedes hacerme esto, amigo. Yo no la amo a ella. (llorando)
Fabio: -Pero ella sí a ti. Lo siento. Te acordarás de mí en el otro mundo.
Constancio   no alcanza a decir que no, que Fabio le dispara en la  cabeza. Y allí   estaba su cuerpo pálido, por falta de amor y lleno de  tristeza. Cayó   sobre la agitación de las aguas, cayó sobre el mar.
Dos horas más tarde, Constancio se levanta, mira su reloj y dice:
Constancio: -¡Oh no! ¡qué tarde se me ha hecho! ¡qué horrible sueño he tenido!
Tocan   el timbre una vez, golpean tres veces la puerta. Constancio  se asoma   por la ventana, era Fabio, su amigo. Todo era igual que el  sueño.
Constancio había soñado con el día de su fin, el día de su muerte.
"Duerme con el pensamiento de la muerte y levántate con el pensamiento de  que la vida es corta."